Mensaje de Plenilunio 2018

El don del amor


¡Enamorémonos de la gracia que hemos recibido: el don de poder amar! El mayor bien intrínseco que poseemos es la capacidad de amar, y es el amor lo mejor que tenemos para dar.

¡Desarrollemos este don, la facultad más valiosa con la que hemos sido dotados! Hagamos que nuestro amor se expanda permanentemente hasta abarcar el universo entero. Cada partícula que incluimos nos revela la inconmensurable grandeza de la eternidad.

Así como el sol no discrimina sobre quién derrama su luz y su calor, amemos sin hacer diferencias y sin desestimar la más mínima expresión de esta potencia interior.

Gran parte del sufrimiento de la humanidad es por falta de amor. Todas las puertas están abiertas para que lleguemos hasta la máxima expresión del amor, sin despreciar ninguna de las etapas que nos puedan llevar hasta allí. Nuestras enseñanzas nos conducen por un camino que, lejos de acentuar aspectos negativos como el temor o la competencia como motivadores para desenvolvernos, apelan al desarrollo de la conciencia y a fortalecer los bienes que naturalmente albergamos en el corazón.

No hay sentimiento más universal que el amor. El amor nos lleva a vivir en virtud del bien común y a trabajar para que nuestra relación con el prójimo sea fuente de bienestar. Pero el amor no crece solo. Es un bien que se cultiva a través de la más noble expresión de la voluntad. De las innúmeras formas que toma la voluntad la más elevada es el amor, ya que siempre beneficia, fortalece, reconforta.

Es crucial la necesidad de que crezca el número de almas que, movidas por el amor, logren contar con la serenidad y claridad suficientes para poder pensar, reflexionar y actuar para el bien del mundo. Hoy tenemos el gran desafío de contrarrestar el hecho de que las innumerables ofertas que recibimos capturen nuestra atención llamándonos, cada vez con más intensidad, a vivir centrados en la autosatisfacción sin atender a nuestro trabajo, a nuestras relaciones y, lo que es aún más importante, a nuestra vida interior. Solo descorriendo los velos de las ilusiones y fortaleciendo los bienes interiores podremos volver a orientarnos para que nuestra vida esté dirigida hacia el bien común.

Nuestra única posibilidad real de amar está en el presente. Perdemos la plenitud que nos ofrece cada momento cuando abandonamos el presente para buscar satisfacernos en los logros del pasado o en las ilusiones del futuro. ¡Cuántos buenos momentos hemos perdido por ausentarnos del instante presente!

Implícito en el amor está la actitud de presencia, de entrega, que comienza con el interés y la atención puestos en el objeto de nuestro afecto. Si no estamos atentos, se nos escapan la realidad y la vida que solo ocurren en el aquí y ahora.

Al inicio de nuestro desarrollo todos respondemos al instinto de conservación. En la medida en que nos desenvolvemos, esa fuerza, centrada solo en nosotros mismos, se expande gradualmente hasta alcanzar la Unión Substancial con la Divina Madre.

Contemplemos y apreciemos la expansión del amor, desde esa primera manifestación que es el querer vivir, el amor a la vida. El amor se presenta al comienzo como un instinto ciego que nos impulsa a la autosatisfacción. Al mismo tiempo, nos mueve a desenvolvernos. Es la fuerza impulsora de nuestra superación. Esa fuerza nos puede llevar a procurar riqueza y poder, a buscar conocimiento o, también, a desarrollar una elevada espiritualidad.

Como contamos con autoconciencia podemos apercibirnos de los instintos, lo que nos permite reflexionar sobre su naturaleza y aprender a orientarlos. No tiene sentido procurar suprimir los instintos, lo que sí tiene sentido es aprender a ejercer nuestra libertad para transformar la fuerza del egoísmo y de la búsqueda de autosatisfacción en generosidad y participación.

Nuestra tarea es realizar, en forma sistemática, la práctica de ir a lo más hondo de nuestra conciencia para descubrir cuáles son los elementos que impulsan la expansión de nuestro amor y cuáles son los obstáculos que la demoran.

Si aprovechamos sabiamente lo que vamos experimentando y conociendo a través de la vida, aprendemos a dirigir nuestros esfuerzos hacia la armonización de los valores humanos y los universales, aquellos que nos integran a la totalidad de la vida del universo. Al desenvolvernos, nuestros deseos se alinean con esos valores, los que dejan de ser bienes inalcanzables para reflejarse gradualmente en nuestro ser.

La conexión entre todo lo que existe en el universo es un hecho. No existe una partícula aislada del resto. Cualquier suceso que ocurra en algún punto del universo afecta a todo lo demás. Tomar conciencia permanente de esta realidad significa, por un lado, que cada uno de nosotros es un campo de fuerzas y que somos libres para usarlas; por otro, que somos responsables de cómo irradiamos esas fuerzas. A través de nuestra voluntad de desenvolvimiento, podemos constituirnos en un potente foco de amor para brindarnos en todo momento y lugar.

Al principio, el amor a la propia vida nos lleva a atacar para sobrevivir; al expandirse, ese amor se vuelve defensivo de lo que uno siente que es y le pertenece. Se defiende la proyección de uno, tanto en la fuente de alimentos como en la familia. De ese amor nacen el instinto materno y el enamoramiento.

Desde la primera salida del cascarón de uno mismo hasta hacer incontables sacrificios por el bien de otros, nos desarrollamos movidos por el instinto defensivo. Luchamos para conservar lo que hemos logrado; esta lucha refuerza nuestros apegos. Esto nos lleva a centrar nuestro amor en nuestros instrumentos: nuestro cuerpo, nuestra alma. Del amor a nuestro cuerpo pasamos al amor por todo lo que le causa deleite. Es interesante observar que, hasta cierto momento de nuestro desenvolvimiento, los seres humanos nos mantenemos como si fuéramos una isla, sin sensibilizarnos hacia las necesidades de los demás, buscando solo el propio placer.

Nuestra enseñanza nos dice que el fin supremo en la vida del alma es descubrir la chispa de lo divino que está en nuestros corazones. En un momento dado, el llamado a responder a esta realidad se hace sentir en nosotros. Tenemos conciencia de que la divinidad que está en nosotros es la misma que está en cada ser, en cada expresión de vida. Esto nos lleva a expandir nuestro amor para comprender, asistir y amar a nuestros semejantes. Sin comprensión, sin la capacidad de sentirnos unidos con otra alma, el amor se mantiene muy limitado. Damos un paso más allá cuando volcamos nuestro amor en otro ser. Si bien buscamos una correspondencia y exigimos amor, también lo damos todo por el ser amado.

A medida que nos desenvolvemos, el círculo pequeño que demarca nuestra existencia se va ampliando. Amamos a nuestros hijos, a la familia extendida y hasta a grupos afines. Al tomar conciencia de que poseemos esa fuerza extraordinaria, profundizamos nuestro amor, nos sensibilizamos, percibimos el dolor y la alegría de otros y hasta los hacemos propios. Nace en nosotros la compasión que nos lleva a sufrir por otros y también a procurar su bienestar.

Es así como la expansión de nuestra conciencia, de nuestro desenvolvimiento interior, nos dirige paso a paso hacia amar por amar; más allá de buscar una compensación, vivimos con plenitud por el simple hecho de amar. Aprendemos a amar a todos por igual, trascendiendo las diferencias, porque percibimos la chispa divina que los anima. Desde lo más profundo de nuestro ser comprendemos lo que cada persona es: un ser humano, con infinitas posibilidades. Ya no nos determina su comportamiento para percibir lo que un alma es. Entendemos que ese comportamiento es cambiable, modificable y producto de circunstancias y elecciones, algunas quizá erradas por ignorancia.

Cuando ese amor que no hace diferencias se vuelca en un ser, se da la verdadera amistad, aquella que no varía con las circunstancias, porque no espera nada del ser amado y solo busca darse. No hay obstáculo, característica o duda que interfiera en el libre fluir de nuestro amor.

El amor puro, al expandirse, nos lleva a intuir la presencia divina en cualquier expresión, ya que nos recuerda la presencia divina en la creación.

Y más allá de estas experiencias vislumbramos el estado de unión en que se vive cuando el amor es permanente. Es a través de nuestra alma, de cada alma, donde se expresa la voluntad divina. Llegados a este estado, ya no buscamos ser algo diferente y separado. Nuestra búsqueda se centra en identificarnos con la indiferenciada esencia de la vida.

Desde nuestra morada espiritual en el corazón, multipliquemos nuestro amor para llegar a una unión continua y substancial con la Divina Madre a través de todas las almas. Sea cada uno de nuestros corazones una palpitante fuente de amor dispuesta a darse sin pedir nada a cambio.

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